He de confesar que tengo miedo, ¿a qué? al miedo. Tengo miedo a temer, a dejar cosas sin hacer, a no verme crecer... Miedo a lo desconocido, a no saber si ir hacia la izquierda o hacia la derecha, a tomar el camino correcto o aventurarme por el camino oscuro. Miedo a ti, a los vicios inconfesables, al olor de una colonia, al susurrar de unos labios...
Miedo, adorable, pero miedo.
Comprendí que las normas están para algo, ¿pero para qué?, ¿para cumplirlas o para saltárnoslas? Hay que aclarar ese punto, todavía no se leer entre líneas. No se nada, sin embargo, lo se todo.
Y al final, ¿qué te queda? Te quedan los recuerdos, nada más. Claros, concisos, a veces algo turbios, la edad no perdona, implacables. Esos no se borran con una simple goma, o complicándolo, con un tippex.
Ellos, los recuerdos a los que te aferras, permanecen alojados en la suite de lujo de tu alma, por siempre, no necesitan permisos, ellos saben lo que hacen...